Tuesday, May 01, 2007

El Terrorista Chileno


Siempre vio con buenos ojos la palabra caos. Le habría gustado participar del MIR en la clandestinidad y del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, justo en el Camino al Volcán, donde un rocket no explotó, lo que dejó vivo al General, quien, a través de la cobertura televisiva, narraba los detalles de su salvada.
Tenía doce años por ese entonces. Cursaba el séptimo básico en el liceo B-29 de Valparaíso, con calificaciones rescatables para su situación. Vivía con su abuela materna, su madre -que trabajaba todos los días de forma ininterrumpida como auxiliar en el hospital Carlos Van Buren
- y sus dos medio-hermanos pequeños, Claudia y Martín de 7 y 4 años respectivamente. Su padre desapareció cuando el tenía un año. Su madre, marcada por la fortuna del fracaso conyugal reiterado, le dijo que fue detenido por la policía y que nunca más volvió. Él nunca le creyó del todo.
Terminó a duras penas el cuarto medio. Él se interesaba más por otras cosas y su cabeza no estaba ni para pruebas de aptitud ni para ir a la universidad. Sentía que ya recuperada la democracia, todo se tornaba más pálido. Como que todos procuraban dormir luego de tantos años de insomnio y que eso le quitaba energía a la efervescencia social de antaño. Tendría que buscar otros caminos.



Por el contacto del papá de un compañero de curso, estuvo de pioleta ayudando a amarrar las cargas en los camiones que salían del puerto. Pudo viajar varias veces acompañando a amigos conductores con los cuales compartía no sólo nudos y amarres sino también uno que otro vasito de algún licor "para mantener caliente el cuerpo".

Uno de esos viajes tuvo como destino Argentina. No era ni Buenos Aires ni Mendoza. El camión se dirigía al sur, a la provincia de Santa Cruz. Admirado y cansado por el viaje, optó junto con Pedro, el conductor, por quedarse un par de días en esa tranquila ciudad de Río Gallegos. Una noche bastaría, porque así pasa en Argentina, para que el joven pioleta conociera a una mujer delgada, de sonrisa curiosa y coqueta. Dueña de unos ojos dignos de joyería y de un rostro que no deprimía. Pero lo que más le llamó la atención era una pequeña cicatriz que tenía en el cuello. -Fue mi gata cuando era pequeña-, reubicó su cabello como si fuera una red para atrapar a aquel hombre y caminó como si detenerse le molestara un poco.

Pedro tenía todo listo para regresar. Pero el pioleta estaba en otra, como cuando pensaba en otras cosas cuando estaba en el colegio. No tenía mucho por qué volver. Ni su familia ni su tierra eran ancla para perder esta oportunidad. Cuando el corazón cree mandar, más vale saltar y no asustarse. Decidió quedarse con ella aunque fracasara. Sentía que algo tenía de la fortuna de su madre.

Con el asunto del matrimonio fue fácil obtener la ciudadanía. Ya no estaría ilegalmente y podría aspirar a algo más. Más aún, tomando en cuenta que María Isabel era la mujer perfecta para él. Y vaya que lo era hasta que lo dejó. Vaya que lo era.



Las relaciones, en muchos casos, hay que vivirlas con una guía de trucos bajo el brazo. Salir de cada problema para entrar en otro no es más que un preámbulo a un final abrupto. El antiguo pioleta nunca pudo conseguir un trabajo estable, sólo uno que otro pituto por ahí. Le decepcionaba caminar por esas calles que tan acogedoras habían sido en un comienzo. Eso no le favorecía a su matrimonio. A ratos perdía la cordura y se ensañaba con platos y vasos que empezaban a escasear. Una vez estuvo a punto de golpearla. Pero se detuvo a tiempo golpeándose él mismo su rostro, para luego salir raudamente de su casa. Cuando volvió, al amanecer siguiente, ella se había ido.
Habrá sido la suerte o el instinto. El deambular guió sus pasos por buen tiempo. En un bar de Río Gallegos un turista le consultó sobre la dirección de algunos lugares tradicionales. Ya viviendo años ahí, le respondió con seguridad. Era un tipo moreno, de barba estilo candado, marcados ojos negros y una nariz aguileña coronada por anchas cejas. Se acordó de un compañero de liceo al que le decían 'el turco'. Se sonrió por el recuerdo.

Estuvieron casi toda la noche en el bar. Jalid Al-Masnavy era un saudí que estaba de paso por el sur de Argentina, coordinando a unas agrupaciones árabes de las cuales no dio tanto detalle al principio. Al final, su estadía de paso fue por más de cinco meses. Compartieron una pensión durante los tres últimos. La mañana del 11 de Septiembre del 2001 estaban tomando desayuno juntos. Jalid miraba la pantalla con una alegría que no tardó en emular el oriundo de Valparaíso: una de las torres gemelas ardía en Nueva York. En un rato, la otra. Luego se desmoronarían ambas, acrecentando el temor norteamericano y la sonrisa del saudí. En la noche, Jalid le comentó al porteño todo lo que hacía: coordinaba las celulas de la red Al Qaeda de América del Sur.



A José le cargaba que le llamaran por su segundo nombre, Walter. "Fue por tu abuelo", le había dicho su madre justificando el bautizo. Solía borrar en sus carnets parte de su molestia. Ahora, con 28 años miraba con nostalgia su papel de ciudadanía argentina, con su segundo nombre tan intacto como siempre. Tan intacto como el asombro que sintió cuando supo lo que en realidad hacía su nuevo amigo saudí. Le asombró, y su instinto de caos volvía a relucir. Jalid le ofreció un cargo de coordinación dentro de Argentina. José aceptó. Podría seguir con su vida normal y, además, ser parte de la organización más buscada del mundo. Jalid le habló de un tal Osama. José pensaba en borrar su segundo nombre de su papel de ciudadanía.
Cuando Jalid partió le pidió que fuera paciente, porque no sería llegar y hacer un atentado. "Hay que darle respiro al mundo", dijo antes del abrazo de despedida. Porque pasarían años antes de que le solicitaran una gran misión.
El 23 de febrero del 2007, una carta le llegó a José. Era Jalid y le explicaba que el sistema de correo aún funcionaba sin tanto espionaje como si lo hay en el teléfono y en internet. Le agradeció su paciencia y le detalló un plan que el porteño tenía que realizar. La idea era llamar la atención. Porque América del Sur no es un enemigo en general, pero generar desconfianza y miedo podría ayudar en el siguiente paso que tendría como objetivo Colombia. Argentina ya había sufrido atentados anteriormente, así que sería buena tribuna. En Río Gallegos está la casa de descanso del presidente Kirchner y, en una fecha a determinar, tendría que estrellar un camión contra ella.
Para confirmar la recepción de la carta y la comprensión del mensaje, tendría que llamar tras veces a un número hasta que se cortara. Así lo hizo. En marzo le llegó otra carta. Ésta traía la dirección y la fechas tentativas. "Los últimos días de abril" era el plazo. Consiguió un mapa y marcó la residencia. José ya en ese tiempo, trabajaba en una empresa de seguridad. Paradojas de la vida.

Robar un camión sería un detalle. Bastaría esperar el día solamente: sábado 28 de abril. Kirchner estaría con familiares suyos en su casa de Río Gallegos.




En la tarde del sábado, José ya había conseguido sustraer un camión mientras lo cargaban en la avenida Gregores. Estaba cargado de cajas. Se acordó de sus jornadas de pioleta en Valparaíso. Empezó a conducir por la misma avenida hasta Santiago del Estero. Siguió y dobló a la izquierda por Maipú. Anduvo siete cuadras por Maipú y dobló nuevamente a la izquierda, esta vez por Fagnano. Seis cuadras transitó y, como realizando una verdadera circunvalación, siguió su ruta por Provincias Unidas. Cuando se acercó al hospital, enfiló el camión por la calle 25 de Mayo, la cual iba directamente hasta la casa del mandatario argentino. No hizo esta maniobra sin antes pasar a llevar dos ambulancias. El problema de que iría contra el transito no era más que una formalidad. Dobló a la derecha y comenzó a acelerar su bajada dentro del tremendo camión blanco. Había gente que transitaba por el lugar y que tuvo que saltar ante el imponente bólido, quedando asustada y dañada por el roce con el pavimento. A una camioneta que estaba estacionada la golpeó por la puerta del conductor y a otra, por la parte del motor.
A una velocidad de 120 km/h iba José sujetando firmemente el volante. Unas gotas de sudor bordeaban sus ojos bien abiertos y saltaban desde el final de su rostro. En unos segundos, las imágenes de su vida en Valparaíso y de María Isabel aparecieron frente a sus ojos. Ya no era sudor sino lágrimas que se deslizaban a través de su cara, haciendo surcos o líneas que se asemejaban a los trazos que seguían sus amarres de pioleta. Perdió el control de todo, incluido el camión. Bruscamente le dio vueltas al manubrio. Las ruedas rotaron lo suficiente como para trabar el acelerado descenso. El camión se desestabilizó y se volcó. Se arrastró varios metros, produciendo un ruido que invitó a varias personas a presenciar lo ocurrido. El camión no alcanzó ni siquiera a tocar el portón. José no perdió la conciencia. Pero sintió que perdía su vida. Al bajarse gritó contra el presidente argentino, lo tildó de fascista y que se unía a las demandas sociales. Se hizo el loco. Si detectan que era parte de la célula de Al Qaeda, la cosa sería más complicada.
Como buen terrorista chileno, José dejó su misión a medias.